viernes, 19 de junio de 2009

Dibujos en el cielo


Recordaba las horas que había pasado con Ana, contemplando las nubes. Las espaldas sobre la hierba fresca, las cabezas una junto a la otra, las manos enlazadas, descubriendo dibujos y mensajes en la esponjosidad cambiante que se deslizaba sobre el cielo.

Recordaba las risas cuando distinguían un elefante o un pingüino, la emoción cuando lo que se dibujaba era una flor o un corazón. Una vez llegó a encontrar las letras que formaban el dulce nombre de Ana. Cuando lo vio, le apretó la mano con más fuerza y le susurró que era un mensaje del destino: a ella la habían hecho en el cielo, para él, y nadie los separaría nunca.

Ahora, tumbado sobre esta tierra caliente, seca y ajada, no puede ver dibujos en el cielo. La mayor parte del tiempo no hay nubes y el sol achicharra hasta resecar la sangre en el interior de las venas.

Hoy sí hay nubes, pero sus formas no le dicen nada, no le recuerdan a nada. Desde hace meses, no consigue leer en las nubes. Y cuando cierra los ojos tampoco es capaz de ver el rostro de Ana.

Hace tiempo escuchó decir que cuando quieres mucho a alguien no puedes visionar su imagen. Tal vez sea cierto, piensa mientras percibe el calor de la tierra bajo su espalda. Porque desde que está lejos de Ana, siente que la ama más que nunca. Puede que a medida que su amor y su necesidad de ella aumentan, se le esté desdibujando su imagen. Eso le asusta, porque, si es así, sabe que no tardará en borrársele del todo.

Sin embargo, si puede detallarla, y lo hace a menudo, porque es una de las pocas cosas que le tranquilizan. Se repite que tiene el cabello dorado y sedoso y que le descansa en los hombros; los ojos verdes, como las esmeraldas; la nariz pequeña, los labios carnosos, el cuello largo. Y aún recordando todo eso, no puede verla. Ni siquiera consigue soñar con ella, porque, desde hace meses, también sus sueños se han vuelto pesadillas.

Cada vez que despierta en medio de la noche, empapado en sudor, vuelve a definirla: cabello dorado, ojos verdes, como las esmeraldas... Y lo hace con los suyos bien abiertos, para que desaparezcan las imágenes de sus horrores.

Ahora, cansado de buscar entre las nubes una forma conocida, los cierra para intentar recordarla... una vez más.

Un rostro femenino comienza a tomar forma. Un cabello de oro, una mirada verde... Pero según la imagen cobra nitidez, el pelo se ensortija y se vuelve oscuro como la noche, los ojos negros y rasgados...

Es una muchacha árabe. La que él rescató, dos días atrás, de entre los escombros de su casa que una bomba acababa de destruir.

Dentro quedaron sus padres, abuelos y hermanos. Dentro quedaron, también, sus dos piernas.

Recuerda el olor a polvo, a quemado, a sangre, a destrucción. Vuelve a sentir el dolor que provoca el sufrimiento ajeno, hasta el punto en el que apenas si puede diferenciarlo del suyo propio.

Por eso está allí, separado por más de cuatro mil kilómetros del amor de su vida: para ayudar. Para poner un minúsculo granito de arena en aliviar el padecimiento que causa una guerra tan incomprensible e injusta como cualquier otra guerra. Para atenuar el sufrimiento, para repartir comida y medicamentos, para dar una manta a un niño mientras oculta su fusil tras la espalda para no asustarlo.

Pero tiene miedo.

Tiene miedo de morir en una explosión, de caer en una emboscada, de acabar prisionero, de ser torturado. Pero sobre todo le aterroriza no poder regresar, no volver a ver los ojos verdes de Ana, de abrazarla y dejar que ella le cure esas heridas que no se ven, porque no sangran, pero que dejan el alma fría y vacía, tal vez para siempre.

Necesita regresar a casa, a los brazos de Ana.

Desde que ha sido testigo de lo que los hombres se hacen unos a otros, le avergüenza sentirse uno de ellos. Le gustaba el hombre que era cuanto estaba junto a ella, cuando aún no conocía los horrores de la guerra, cuando creía que el amor estaba en cada rincón, en cada cosa que veía; también en las formas caprichosas de las nubes. Ahora ya no está seguro de que quede amor en algún lugar del mundo.

Por eso necesita regresar.

Para mirarse en los amados ojos verdes, para escuchar su voz, para embriagarse con su risa, para sentir sus delicados dedos acariciándole el torso desnudo, para volver a sentir amor, y deseo, y ganas de vivir.

Porque no termina de entender, cómo, a pesar de que le separan más de cuatro mil kilómetros de su vida, su corazón puede seguir latiendo con tanta fuerza.

Ángeles Ibirika©