sábado, 21 de agosto de 2010

Reseña en Anika entre libros y en...

Verónica Butler, escritora de Hijos de Caín y de La soledad del olvido (esta última verá la luz en breve), ha hecho una preciosa reseña de Entre Sueños.

Si os apetece leerla podéis hacerlo en su blog, Pasión Romántica

O en la fantástica Web Anika entre libros con la que colabora habitualmente.

Gracias, Verónica, por tu maravillosa opinión.


Con un estilo visualmente creativo, un respeto y un amor a la naturaleza sin condiciones, Ángeles Ibirika te atrapa con el hechizo de las brujas de su tierra.
                                                                     Verónica Butler

jueves, 5 de agosto de 2010

Sin forma establecida, sin color, sin edad...


Desde su mesa, cuidando que ninguno de sus alumnos copiara en el examen, recordó su primer día en ese instituto. Había aceptado el trabajo tras haberlo pensado mucho. No era lo mismo cuidar niños, más o menos mayores, como había hecho hasta entonces, que vérselas con un grupo de adolescentes desafiantes y cargados de revolucionadas hormonas. Pero todo había ido bien. Tenía un grupo deseoso de aprender, con algún cabecilla amante de la revolución pero a la vez con un punto juicioso. Y, lo más sorprendente de todo, en ese lugar había encontrado al que sería el amor de su vida.

Había sido algo casi mágico que le había sanado el corazón que llevaba años arrastrando malherido. Y es que él era un ser especial, hermoso, sensible y tierno con el que había comprendido que un fracaso amoroso no solo no es el fin, sino que, a veces, puede ser el motivo para un maravilloso comienzo.

Un movimiento en la última fila la sacó de sus pensamientos.

—¡Jaime! —llamó con autoridad al muchacho de sedosa melena rubia—. Si te vuelvo a ver tratando de copiar, me entregas tu examen y te vas del aula.

Durante unos instantes el chico la desafió con sus fogosos ojos verdes. Después bajo lentamente la cabeza sin abandonar su media sonrisa y su divertida expresión, y volvió a centrarse en su tarea, o a simular que lo hacía.

Carmen suspiró con fuerza, mostrando enfado, pero la media sonrisa del chico se le había quedado a ella pegada en su satisfecho rostro.

Con la clase de nuevo en silencio, pensó en su ilustre y estirada familia. ¿Qué dirían ellos de la diferencia de edad? Quince años iban a parecerles una frontera infranqueable y ella una descerebrada. Pero no necesitaba su aprobación. Siempre había creído que en el amor no cuenta la edad, ni la raza, ni el posicionamiento social. Carlos, que rondaba su misma edad, provenía de un linaje tan distinguido como el suyo, lo habían elegido para ella con minuciosidad, y al final la había dejado plantada, en el altar, ante cientos de insignes invitados.

Ahora elegía ella… o más bien elegía su corazón. Porque, aun sin proponérselo, lo amó apenas lo vio, y lo único que le había preocupado era que él le correspondiera. Las habladurías que, estaba segura, iban a provocar cuando se dejaran ver juntos, eran algo que no le robaba ni un segundo de paz.

Recordó el fuego que sintió por dentro cuando se miraron por primera vez a los ojos, la electricidad que le recorrió la piel cuando al entregarle un trabajo sus dedos se rozaron accidentalmente. Rememoró sus sonrisas tímidas, su azoramiento unas veces, su descarado atrevimiento otras, su dulzura siempre.

Le amaba con toda su alma sin importarle lo más mínimo la edad que tenía, y nada ni nadie conseguirían apartarla de él; ni siquiera su puesto en ese instituto, al que renunciaría sin dudar si ese era el camino para estar juntos.

—¿Señorita Carmen?

Miró sobresaltada hacia la salida. Tan ensimismada había estado que no escuchó los suaves golpecitos en la puerta ni que ésta se abría.

—Señor director —susurró, nerviosa, y se acercó a él para no molestar a los alumnos—. Estamos en medio de un examen.

—Lo sé —dijo en voz muy baja—. ¿Puede usted venir a mi despacho cuando acabe? Hay algo de gran importancia de lo que deberíamos hablar.

Inquieta, volvió la cabeza hacia la clase. Captó las miradas disimuladas de los chicos y algún leve cuchicheo, y carraspeó para que prestaran atención a lo que debían.

—Claro, señor director —musitó, centrada de nuevo.

Él siguió mirándola, silencioso, sonriéndole con los ojos porque no se atrevía a hacerlo con los labios, pero deslizando la mano hacia su falda para rozarle como por azar los dedos.

Ella suspiró, embobada. Le gustaba su aspecto varonil de hombre con experiencia, con sabiduría, pero con la misma rabiosa vitalidad que cualquiera de sus jóvenes alumnos, y un atractivo y sensualidad infinitamente mayores.

—Allí la espero, señorita Carmen —susurró sin apartar de ella sus ojos, y esta vez el susurro no se debió a la necesidad de no importunar en el examen.

Ángeles Ibirika©