lunes, 30 de noviembre de 2009

Primera jornada de Acecho


Escena de Antes y después de odiarte_

Dos horas después, Anne se disculpaba por teléfono.

—Lo siento, Lourdes. Me he entretenido con el catálogo. Pero es que tiene unos diseños, preciosos. Te va a embrujar —decía mientras introducía la taza en el lavavajillas—. Esa empresa tiene verdaderos artistas. Por mi parte estaría encantada de trabajar con ellos.

—Luego lo miramos, cielo. Aunque, si a ti te gusta, seguro que yo pienso lo mismo —dijo Lourdes con voz calmada—. Y no te preocupes por la tardanza. No tenemos nada pendiente y de momento la tienda está vacía.

Continuaron hablando a la vez que Anne ponía un poco de orden en la cocina. Aún tenía que hacer la cama, ducharse, vestirse y llegar hasta la tienda en la calle Ercilla. Le gustaba ir caminando, ensancharse los pulmones con el aire fresco de la mañana y disfrutar del bullicio con el que comenzaba a llenarse la ciudad.

Al cabo de veinte minutos salía del portal, en Botica Vieja, frente a los jardines que separan la calle de la ría y del Palacio Euskalduna. Una ráfaga de viento le agitó su cabello castaño y se detuvo sin llegar a pisar la acera. Sujetó el catálogo entre las rodillas y mordió con fuerza el asa del bolso. Con las dos manos libres, se agarró la melena, la enrolló como si tratara de escurrirla y se la metió bajo su abrigo gris, de moahir.

No percibió la ira con la que unos ojos azules observaban sus gestos.

El peligro no siempre se huele. El sexto sentido no siempre funciona.

La actitud, casi siempre alerta de Anne, esa mañana se distrajo. Ella condujo su mirada en dirección al parque y los jardines, pero alzó la vista. Le gustaba contemplar el movimiento de las copas de los árboles cuando las agitaba el viento. No prestó atención a la figura alargada y oscura que apoyaba la espalda en el tobogán rojo.

Pasó sobre su cabeza la correa de su bolso y se la puso a modo de bandolera. Se colocó con tranquilidad los guantes y recuperó el catálogo de entre sus piernas. Inspiró, satisfecha, y se apartó de la protección que le daba el edificio. Una mirada de hielo la acompañó mientras se dirigía al puente levadizo que une el barrio de Deusto con el centro de Bilbao.

Mikel no estaba preparado para el impacto que sintió al verla. No había contado con que la encontraría con tanta rapidez. Ni siquiera había estado seguro de que ese fuera en realidad su domicilio. ¡Le había mentido en tantas cosas! Pero sí. Aquella había sido y seguía siendo su casa. La suerte, por una vez en la vida, estaba de su parte. Lo que había creído que sería una espera larga e inútil, había resultado ser breve y provechosa.

Pero le había pillado desprevenido. Verla fue como un estallido de furia, de rencor, de sufrimiento, de recuerdos... Un temblor incontrolado se apoderó de sus dedos. Sujetó el cigarrillo entre los labios y metió las manos en los bolsillos. Para no salir tras ella, se apretó contra la bajada del tobogán hasta que el borde redondeado se le clavó en la espalda. La había encontrado dichosa, como si las vidas que había destrozado no contaran. Y deseó acercarse, mirarla a los ojos y decirle que el momento de ajustar cuentas había llegado. Que riera mientras le quedara tiempo, porque después solo podría llorar. Que él llevaba años viviendo con un solo propósito: acabar con ella.

Sin embargo, no se movió. Permaneció encogido y tenso bajo su cazadora de cuero negro y su gorro de lana. Observó de lejos su figura poco nítida y dejó que el resentimiento le fuera empapando hasta desbordarle. Se recreó con la dolorosa sensación. Sabía que cuanto más la odiara más certero estaría en su venganza.

Anne llegó a la escalera de caracol. Él arrojó el cigarro al suelo y corrió. Atravesó la carretera sorteando coches y se arrimó a los edificios de Botica Vieja. Avanzó con la rapidez de un felino mientras ella ascendía. Cuando comenzó a cruzar sobre el puente, él ya estaba debajo, fuera de su área de visión.

Con el mismo cuidado la siguió por las calles de Bilbao. Los semáforos fueron una zona de riesgo. Si ella los tropezaba en rojo, él se detenía. No podía acortar distancias. Alzaba el cuello de su cazadora y trataba de pasar desapercibido. Si los encontraba en verde, a él se le cerraban y los atravesaba esquivando el tráfico para no perderla.

Además estaba lo de su visión. La persecución le había demostrado que era cierto lo que había escuchado durante años: la prisión anula la capacidad de ver de lejos con nitidez.

No se le daba bien el acecho. Más que cazador, él había sido presa arrinconada. Pero ahora se invertía esa malentendida cadena de supervivencia. Ahora él no tenía nada que perder. Ahora él pasaba a ser la alimaña sin corazón.

Llegaron a la zona peatonal de la calle Ercilla. Allí fue más sencillo seguirla, mezclado entre el gentío que entraba y salía de los comercios. Ella entró en uno.

Mikel se encajó el gorro hasta los ojos. Se aseguró que el cuello le cubriera hasta la nariz, y pasó ante la puerta delantera y el escaparate.

Una mirada disimulada y rápida y retuvo todos los detalles.

Ella hablaba con la dependienta mientras parecía examinar una pieza de tela que estaba sobre el mostrador. Era evidente que aquel espacio lleno de tejidos, pequeños muebles y adornos era una cuidada tienda de decoración, y que ella estaba allí porque estaba haciendo cambios en su viejo piso.

Recordó el último en el que Manu y él vivieron. Fue el primero, de los hogares en los que habían pasado la vida, que ellos mismos eligieron. El que amueblaron siguiendo sus propias ideas, gastando su propio dinero. El lugar en el que pusieron sus esperanzas. Demasiadas esperanzas que no llegaron a cumplirse.

Era injusto, pensó. Que ella lo tuviera todo mientras a él no le quedaba nada, era injusto, pero no era algo nuevo. Solo tenía siete años cuando descubrió que la vida ni es justa ni es fácil.

Resopló para expulsar un poco del veneno que le estaba nublando la razón. Tenía que apartarse de ella para no hacer una tontería que lo estropeara todo. Además, ya había visto suficiente, al menos de momento.

Se preparó para pasar de nuevo ante el escaparate. Esta vez no miraría. Simplemente se alejaría de allí. Inspiró y se frotó las manos, una contra otra. No entendía por qué no dejaban de temblar. Las metió en los bolsillos de su cazadora, alzó los hombros y bajó la cabeza.

Caminó despacio, camuflado entre sus ropas, consciente de que en algún momento Anne podría poner sus ojos en él.

Un fuerte golpe en el hombro le desestabilizó.

Se detuvo y miró hacia el tipo que había pretendido atravesarle. Su rostro se quedó lívido. Sus manos se crisparon en el interior de los bolsillos y el temblor cesó. Inmóvil ante la puerta, le miró entrar mientras recordaba la primera vez que lo vio.

Fue en el piso de Anne. Una tarde. No habían quedado, pero necesitaba verla, escuchar su voz, su risa; acariciarla... Llevó un gran ramo de rosas rojas que interpuso entre su rostro y la puerta, para que fueran lo primero que ella viera. Pero ni siquiera las miró. Estaba demasiado nerviosa. En lugar de echarse a sus brazos, tartamudeó al preguntar qué hacía él allí. Y él, como un tonto, dejó caer las flores en la entrada, la besó, la cogió por la cintura y la arrastró por el pasillo mientras le decía que estaba loco por ella.

El juego cesó en cuanto alcanzaron la cocina.

El tipo estaba allí, de pie, junto a la ventana, con una copa en la mano. Su actitud era desafiante. Su mirada estaba cargada de odio. ¿Qué está pasando aquí?, se preguntó mientras soltaba a Anne y se mantenía firme, aceptando un desafío que no entendía.

Fue ella quien rompió el incómodo silencio. Lo hizo a la vez que se bajaba la camiseta que había terminado enrollada a la altura del sujetador.

—Te presento a Carlos —dijo con voz temblorosa—. Es un amigo.

Pero él no la creyó. No pudo hacerlo después de verla alarmada, confusa.

Después, la desconfianza y los celos no le dejaron vivir durante días. Pero en algún momento dejó de preocuparse. Ella era convincente cuando a él le asaltaban las dudas. A su incansable respuesta, es un amigo, le seguían caricias, besos, palabras de amor, noches apasionadas.... ¡Cómo no iba a creerla, si le juraba que le amaba con toda el alma, si se abandonaba a él con un ardor imposible de fingir, si el tipo no volvió a aparecer... hasta el final!

Alejó los recuerdos cuando vio a Carlos dentro de la tienda. Abrazaba a Anne mientras ella reía. Echaba la cabeza hacia atrás y reía como había hecho cientos de veces a su lado. Como había hecho mientras le engañaba y abría para él las puertas del infierno.

Apretó los dientes hasta que el chirrido le perforó el cerebro. Asqueado y furioso, retiró la mirada y comenzó a caminar hacia la Plaza Moyúa. No podía estar allí más tiempo sin que la cólera le devorara. No podía soportar ser testigo de que nada había cambiado para ella durante los cuatro años que él había subsistido entre tinieblas.


Ángeles Ibirika©


martes, 17 de noviembre de 2009

Una noche cualquiera en la vida de Anne Zabalegui


Escena de Antes y después de odiarte_


Era noche cerrada. En los jardines de Botica Vieja los árboles continuaban desnudando sus ramas. Anne, desde la ventana de su habitación, contemplaba el vuelo silencioso con el que a la luz de las farolas las hojas alcanzaban el suelo. Ella miraba sin disfrutar del hermoso espectáculo. Ni siquiera veía las luces que, desde el otro lado de la ría, vestían al Palacio Euskalduna y al centro comercial Zubiarte. Y es que tenía el pensamiento muy lejos de aquella hermosa postal nocturna.

Desde que había visto a Mikel, solo podía pensar en el pasado. En que lo que le condujo a sus brazos fue lo mismo que le alejó de ellos. Tenía la sensación de que en tan solo unos meses de su vida llegaron a concentrarse sus mayores dudas y sus más arriesgadas decisiones, su mayor felicidad y su más cruel amargura. Había tenido un miedo atroz a enamorase de él. Pero ni aún soportando todo el temor y las dudas del mundo había sido capaz de apartarse de su lado. Debió haber sabido que su corazón no podría resistirse a su delicadeza, a su ternura, a su felicidad, a su risa contagiosa. Desde el momento en el que lo vio, luchó contra la tentación de cruzar los límites para observarlo de cerca, para escuchar su voz y su risa, para comprobar si su piel olía como imaginaba. Después, ya no fue capaz de alejarse. Él se convirtió en la droga sin la que no podía pasar ni un solo día. La droga que siempre supo que sería su perdición.

¿Cómo podía luchar contra ti?
susurró, con el hombro y la sien apoyados en el cristal de la ventana. Si eras tan romántico, tan tierno, tan sorprendente. Las lágrimas convertían las luces en manchas borrosas y brillantes. Con la mirada perdida, se adentró en el pasado, en un turbador e inolvidable encuentro en el Iruña.

Ella había tomado su café. Mikel había cogido la taza para girarla boca abajo sobre el plato. Ya lo había hecho en otra ocasión, dejándola desconcertada. Esta vez se juró que no se quedaría con la duda.

—¿Qué es esto? ¿Brujería? —preguntó entre risas.

—Algo parecido —bromeó él—. Mi abuela me enseñó un poco de magia.

La miraba con gesto divertido y misterioso. Ella no dejaba de pensar que tanta seducción en un delincuente podía ser un problema, o al menos lo estaba siendo para ella. Se sentía atrapada en el fondo de aquellos ojos azules, pero le gustaba estarlo. Le gustaba sentir el hormigueo en su pecho cuando él le sonreía, o el temblor en su corazón cuando intentaba besarla. Solo se arrepentía de haberse dejado llevar por la inconsciencia cuando ya estaba lejos de él. Cuando redactaba sus informes y omitía que había tomado contacto con el sospechoso. Cuando estaba sola y se repetía que enamorarse sería un tremendo error.

—¿Cuánta magia te enseñó? —preguntó como si le estuviera acusando de haberla hechizado—. ¿Haces vudú, conjuros, lees las líneas de la vida…?

Algo chispeó en sus ojos azules. Tal vez sea la magia, pensó Anne.

—¿Me permites? —preguntó él mientras le señalaba la mano sin atreverse a rozarla.

Ella la extendió, con la palma abierta, y la posó sobre la izquierda de Mikel. Él tomó aire cuando sintió su roce. Deslizó la yema de los dedos por las líneas que debía leer. Lo hizo despacio, disfrutando de la finura del tacto.

—Es hermosa… Tiene unas preciosas líneas curvas. ¿Ves ese punto en el centro? —la miró un instante, y volvió a poner la atención en la delicada piel mientras él mismo se respondía—. Ese soy yo: tu eje, tu principio y tu fin, tu amor, tu vida...

Los ojos de Anne chispearon de felicidad mientras una sonrisa cándida se le instalaba en los labios.

—Deja de hacer el tonto y léeme el futuro —dijo entre risas.

—No puedo —confesó sin dejar de acariciarla—. No sé hacerlo. Mi abuela no leía las líneas de la mano, ni echaba el Tarot, ni consultaba una bola de cristal. Tan solo tenía una pequeña herboristería en la que, además de vender remedios para casi todos los males existentes, interpretaba los posos de café. —con una mirada tierna rogó que le perdonara el atrevimiento, pero no la soltó.

Anne emitió una risa temblorosa. En realidad toda ella tembló. También la mano de la que Mikel se había apoderado con la inesperada artimaña. No intentó recuperarla. El roce de sus dedos le provocaba un grato estado de embriaguez, una plácida felicidad que se resistía a perder.

—¿Cómo se hace? —preguntó ella—. ¿Qué ves en la taza?

—Dibujos —explicó él—. Están en el fondo, pero también en las paredes, y dependiendo de la distancia que tengan con el borde, el significado cambia. Es como mirar las nubes y descubrir formas, pero sabiendo qué quiere decir cada cosa.

—¿Crees que todo está escrito en nuestros posos de café?

—¡Ojala lo estuviera...! —susurró—. Ojala pudiera ver mi destino unido al tuyo en los dibujos de una taza, o en las líneas de tu mano, o en el fondo de tus ojos de titanio...

—¿Titanio? —preguntó sorprendida. Los dedos de Mikel seguían rozando la sensible piel de su mano y a ella le costaba respirar.

—Sí, titanio. ¿Te has fijado en ese tono cambiante del Gugem cuando le da la luz del sol o el reflejo de la luna, o cuando lo humedece la lluvia...? —sonrió al verlos brillar—. Así son tus ojos. Así de hermosos, así de inalcanzables.

El rostro de Anne enrojeció. Mikel bajó la mirada hacia sus labios, que temblaban al tiempo que tiritaba su risa. Reconocía los síntomas. Cuando las mejillas de una mujer se tornaban rosadas, cuando le vibraba la risa y se le entrecortaba la voz, significaba que ya podía besarla, que ya era suya. Pero Anne le desconcertaba, le desarmaba, le hacía sentir torpe e inseguro.

—¿A cuantas chicas has dejado asombradas con esa magia que te enseñó tu abuela? —preguntó con más curiosidad de la que quería aparentar.

—Tan solo a ti —esta vez fue a él a quien le flaqueó la risa—. Quiero decir que eres tú la única mujer a la que he intentado asombrar con esto. No sé si lo he conseguido.

Anne asintió con un movimiento de cabeza. Después volvió los ojos hacia sus manos.

—¿Me la devuelves, por favor? —musitó, enrojeciendo de nuevo.

—Cualquier deseo tuyo, hasta el que consideres más insignificante, es un mandato para mí —pero no la soltó inmediatamente. Le fue acariciando los dedos, con suavidad, deslizándolos entre los suyos como si le costara perderlos.

—No sé si debo creerte —dijo ella, posando en él sus ojos, claros y brillantes.

Su duda no era tan simple como parecía. Él era un delincuente y, ella, a pesar de toda su experiencia con personajes de todas las calañas, solo era capaz de ver su lado amable y tierno. Eso le hacía dudar de su capacidad para la misión que le habían encargado.

—¿De verdad no lo sabes? —susurró al tiempo que acercaba el rostro—. ¿No es evidente que solo vivo para verte, que me tienes en tus manos desde que entraste en mi corazón?

Él continuó acortando el espacio que quedaba entre sus labios. Iba a besarla. Anne interpuso sus dedos y él los rozó con suavidad. Una risa clara surgió de su boca. Era el modo en el que le pedía disculpas por haberlo intentado de nuevo, y la prevenía de que volvería a hacerlo en cuanto tuviera ocasión.

¿Cómo podía luchar contra ti?
volvió a preguntarse Anne, con la frente apoyada en el cristal frío de la ventana. ¿Cómo podía no enamorarme de ti? repitió, controlando un estremecimiento, con la mirada perdida en las manchas brillantes que se reflejaban en las frías aguas de la ría.

Ángeles Ibirika©