sábado, 19 de diciembre de 2009

Bajo el muérdago

«Si besas a alguien bajo el muérdago, tendrás su amor para siempre», me había dicho Craig la mañana de la Nochebuena en la que cumplí diecisiete años. Recuerdo que olía a invierno, a nieve, al pastel de carne que mamá horneaba en una cocina que no era la suya.

Pienso en ello muchas veces, pero especialmente las mañanas de cada Navidad, como ésta en la que observo a través del cristal frío de la ventana cómo los pájaros picotean los pequeños trocitos de manzana que les he dejado en el alfeizar hace un instante.

Todo alrededor aparece vestido por una suave y esponjosa capa blanca, igual que aquel día, cuando mamá dijo que pasaría a visitar a la enferma señora Wells para conversar un rato y prepararle la cena. Como cada año, lo organizó todo para que mis hermanos y yo nos quedáramos al cuidado de papá. Y, como cada año, insistí en acompañarla hasta que no le quedó otro remedio que aceptar. Y es que, por aquel entonces, yo era capaz de hacer locuras por ver al hijo de la señora Wells, aunque solo fuera de lejos. Con solo pensar en él se me llenaba el estómago de miles de pequeñas mariposas que me dejaban sin respiración, y sentía que solo podría recuperarla cuando lo tuviera al lado.

Craig era diferente al resto de chicos. Lo pensaba cuando estudiábamos en la misma escuela, y lo seguía pensando entonces, que ya estábamos en el instituto. Él me parecía más hombre que los demás, más guapo, más serio y hasta más listo. Mamá solía decir que crecer sin un padre y con una madre permanentemente enferma no era fácil, y que eso le había convertido en un chico responsable. Pero yo presentía que era algo más, algo que tenía que ver con él mismo, con su interior, con «eso» que brillaba en el fondo de sus ojos negros cada vez que me miraba y me sonreía.

Aquel día, mientras mamá preparaba la cena más especial del año, silenciosa y con las manos sobre mi corazón para que nadie escuchara sus agitados latidos, volví a espiar a Craig. Me emocionó la ternura con la que hablaba a su madre y le ahuecaba los almohadones bajo la cabeza, y me pareció más hermoso y más hombre que nunca.

Aún me duraba la emoción cuando, un rato después, le vi pasar con un ramillete de muérdago. Ignorando mi naturaleza tímida, hice acopio de valor y avancé por el pasillo hasta llegar a su lado. Lo encontré con los brazos alzados, sujetando el manojo verde sobre el dintel. La puerta estaba abierta. El aire danzaba acompañado de minúsculas partículas de nieve que se pegaban al rostro y penetraban por los poros. Yo temblaba, pero recuerdo bien que no era de frío.

A la vez que le contemplaba enrollar los tallos con un trozo de cordel rojo, traté de imaginar cómo sería una Nochebuena en esa casa, con la señora Wells en la cama. ¿La ayudaría Craig a levantarse y caminar hasta la cocina? ¿Llevaría la cena al cuarto para tomarla con ella?

Por más que lo intenté, no pude concebir una Nochebuena así. Las nuestras eran siempre bulliciosas. Lo primero que hacíamos al sentarnos a la mesa, era rezar, dirigidos por papá y mamá. Dábamos gracias por todo cuanto teníamos, y rogábamos para que el resto de los niños del mundo jamás tuvieran menos. Luego llegaba el regocijo, con mis hermanos pequeños empeñados en cantar los villancicos antes de que llegara el postre. Después, abríamos los regalos.

No. Yo no alcanzaba a suponer cómo eran las Nochebuenas en aquel hogar. Ni podía explicarme por qué Craig tenía siempre aquella luz tan especial, tan dichosa, tan perfecta.

—¿Te han besado alguna vez debajo de una ramita de éstas? —preguntó al reparar en que las miraba casi con embeleso.

Yo agité la cabeza con fuerza, con la esperanza de que así no pudiera apreciar que mis mejillas se habían vuelto tan rojas como las guindas que mamá ponía en sus pasteles.

—Nunca. Nunca, nunca —repetí como una boba, sintiendo que las mariposas revoloteaban hacia mi garganta, cosquilleando a su paso en mi corazón.

Él sonrió, y yo sentí que me flaqueaban las piernas.

—¿Y te han besado sin muérdago? —volvió a preguntar cuando, tras terminar de anudar el cordel, apoyó la espalda en un lado de la puerta al tiempo que introducía las manos en los bolsillos, con aspecto de chico mayor.

Pensé que estaba intentando decidir si yo seguía siendo una niña o me podía considerar ya una mujer.

—Cientos de veces —respondí, alzando la barbilla—. Me han besado cientos de veces.

Craig se echó a reír con suavidad, y yo deseé que me engullera la tierra. «Tonta, tonta, tonta», me repetí sin descanso. «No te ha creído, y ahora piensa que eres una chiquilla idiota.»

Pero él continuó mirándome con aquel brillo misterioso que iluminaba el fondo de sus ojos negros, y sonriéndome con la felicidad de quien no necesita más porque siente que ya lo tiene todo.

—Si besas a alguien bajo el muérdago, tendrás su amor para siempre —susurró como yo había visto hacer en las películas que papá y mamá se empeñaban en que no viera.

No me dio tiempo a responder, aunque, de todos modos, aún dudo que hubiera encontrado palabras para hacerlo. Sin abandonar su maravillosa sonrisa, entró en la casa, dejando ante mí la puerta abierta. El viento, envidioso, me envolvió con fuerza cuando él me rozó con su brazo al pasar por mi lado. Fue un roce leve, fugaz, pero tan intenso e inesperado que me dejó sin respiración.

Me coloqué bajo él muérdago y cerré los ojos. Inspiré profundamente mientras escuchaba la voz de mamá que se despedía. Continuaba oliendo a invierno, a nieve, a pastel de carne recién horneado, a... «¿a Craig?» pensé, y antes de que pudiera reaccionar sentí sus labios sobre los míos, suaves, húmedos, calientes... «¿Así son los besos?» , me pregunté sin atreverme a abrir los ojos.

—Para siempre —le oí susurrar...

...y volvió a besarme.

Fue el segundo beso de mi vida, el segundo beso con él, el segundo beso bajo el muérdago...

Han transcurrido treinta y dos años desde aquella mañana, y lo recuerdo como si acabara de pasar: Los labios de Craig, su prisa por apartarse cuando sonaron los pasos de mamá que se acercaba, su sonrisa de complicidad mientras yo trataba de recomponerme, el modo en el que se quedó mirando mientras las dos nos alejábamos.

Sí. Ya han pasado treinta y dos años en los que no he dejado de trocear manzanas en pequeños pedacitos para que los pájaros se alimenten en mi ventana durante el riguroso invierno. Treinta y dos años en los que la algarabía de mi hogar no me ha hecho olvidar a los que, como entonces Craig, tienen menos y a pesar de ello conservaban la maravillosa capacidad de ser felices. Treinta y dos años en los que, como hizo mamá, he disfrutado compartiendo todo cuanto tengo.

Desde aquel día, no ha faltado el muérdago en la puerta de entrada a casa, ni el pastel de carne en la cena de Nochebuena. Y, como no, desde aquel día, él me ha besado cientos de veces bajo las tiernas ramitas verdes atadas con un cordel, y, cada vez que lo hace, espera a que yo abra los ojos, me mira con los suyos, negros, misteriosos y brillantes, y me susurra, como en las películas: «para siempre»




Ángeles Ibirika©


jueves, 17 de diciembre de 2009

Entrevista en el blog de Nieves Hidalgo


Cuando leí la primera novela de Nieves Hidalgo, pensé que debía ser una persona con un gran corazón. He comprobado, y lo sigo haciendo, que cuando se conoce a una autora se la identifica a la perfección con su modo de escribir. Por eso, estaba segura de que alguien que escribe con la sensibilidad con la que ella lo hace, debía ser muy especial.

Cuando tuve la suerte de conocerla, comprobé que estaba equivocada. A veces, una escritora puede tener un corazón infinitamente más grande que el que muestran sus creaciones. Nieves lo tiene. Es grande, es humilde, es generosa. Es ese amor de mujer que cualquier hombre desearía tener al lado, y cualquier mujer querría tener como amiga.

Hoy, Nieves, que hace tiempo me abrió un rinconcito de su corazón, me ha abierto las puertas de su blog y me ha hecho una preciosa entrevista que podéis leer aquí:

Nieves Hidalgo/autora-Ángeles Ibirika

Gracias, Nieves, por tu amistad, y por creer en mí más de lo que lo hago yo misma.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Primera jornada de Acecho


Escena de Antes y después de odiarte_

Dos horas después, Anne se disculpaba por teléfono.

—Lo siento, Lourdes. Me he entretenido con el catálogo. Pero es que tiene unos diseños, preciosos. Te va a embrujar —decía mientras introducía la taza en el lavavajillas—. Esa empresa tiene verdaderos artistas. Por mi parte estaría encantada de trabajar con ellos.

—Luego lo miramos, cielo. Aunque, si a ti te gusta, seguro que yo pienso lo mismo —dijo Lourdes con voz calmada—. Y no te preocupes por la tardanza. No tenemos nada pendiente y de momento la tienda está vacía.

Continuaron hablando a la vez que Anne ponía un poco de orden en la cocina. Aún tenía que hacer la cama, ducharse, vestirse y llegar hasta la tienda en la calle Ercilla. Le gustaba ir caminando, ensancharse los pulmones con el aire fresco de la mañana y disfrutar del bullicio con el que comenzaba a llenarse la ciudad.

Al cabo de veinte minutos salía del portal, en Botica Vieja, frente a los jardines que separan la calle de la ría y del Palacio Euskalduna. Una ráfaga de viento le agitó su cabello castaño y se detuvo sin llegar a pisar la acera. Sujetó el catálogo entre las rodillas y mordió con fuerza el asa del bolso. Con las dos manos libres, se agarró la melena, la enrolló como si tratara de escurrirla y se la metió bajo su abrigo gris, de moahir.

No percibió la ira con la que unos ojos azules observaban sus gestos.

El peligro no siempre se huele. El sexto sentido no siempre funciona.

La actitud, casi siempre alerta de Anne, esa mañana se distrajo. Ella condujo su mirada en dirección al parque y los jardines, pero alzó la vista. Le gustaba contemplar el movimiento de las copas de los árboles cuando las agitaba el viento. No prestó atención a la figura alargada y oscura que apoyaba la espalda en el tobogán rojo.

Pasó sobre su cabeza la correa de su bolso y se la puso a modo de bandolera. Se colocó con tranquilidad los guantes y recuperó el catálogo de entre sus piernas. Inspiró, satisfecha, y se apartó de la protección que le daba el edificio. Una mirada de hielo la acompañó mientras se dirigía al puente levadizo que une el barrio de Deusto con el centro de Bilbao.

Mikel no estaba preparado para el impacto que sintió al verla. No había contado con que la encontraría con tanta rapidez. Ni siquiera había estado seguro de que ese fuera en realidad su domicilio. ¡Le había mentido en tantas cosas! Pero sí. Aquella había sido y seguía siendo su casa. La suerte, por una vez en la vida, estaba de su parte. Lo que había creído que sería una espera larga e inútil, había resultado ser breve y provechosa.

Pero le había pillado desprevenido. Verla fue como un estallido de furia, de rencor, de sufrimiento, de recuerdos... Un temblor incontrolado se apoderó de sus dedos. Sujetó el cigarrillo entre los labios y metió las manos en los bolsillos. Para no salir tras ella, se apretó contra la bajada del tobogán hasta que el borde redondeado se le clavó en la espalda. La había encontrado dichosa, como si las vidas que había destrozado no contaran. Y deseó acercarse, mirarla a los ojos y decirle que el momento de ajustar cuentas había llegado. Que riera mientras le quedara tiempo, porque después solo podría llorar. Que él llevaba años viviendo con un solo propósito: acabar con ella.

Sin embargo, no se movió. Permaneció encogido y tenso bajo su cazadora de cuero negro y su gorro de lana. Observó de lejos su figura poco nítida y dejó que el resentimiento le fuera empapando hasta desbordarle. Se recreó con la dolorosa sensación. Sabía que cuanto más la odiara más certero estaría en su venganza.

Anne llegó a la escalera de caracol. Él arrojó el cigarro al suelo y corrió. Atravesó la carretera sorteando coches y se arrimó a los edificios de Botica Vieja. Avanzó con la rapidez de un felino mientras ella ascendía. Cuando comenzó a cruzar sobre el puente, él ya estaba debajo, fuera de su área de visión.

Con el mismo cuidado la siguió por las calles de Bilbao. Los semáforos fueron una zona de riesgo. Si ella los tropezaba en rojo, él se detenía. No podía acortar distancias. Alzaba el cuello de su cazadora y trataba de pasar desapercibido. Si los encontraba en verde, a él se le cerraban y los atravesaba esquivando el tráfico para no perderla.

Además estaba lo de su visión. La persecución le había demostrado que era cierto lo que había escuchado durante años: la prisión anula la capacidad de ver de lejos con nitidez.

No se le daba bien el acecho. Más que cazador, él había sido presa arrinconada. Pero ahora se invertía esa malentendida cadena de supervivencia. Ahora él no tenía nada que perder. Ahora él pasaba a ser la alimaña sin corazón.

Llegaron a la zona peatonal de la calle Ercilla. Allí fue más sencillo seguirla, mezclado entre el gentío que entraba y salía de los comercios. Ella entró en uno.

Mikel se encajó el gorro hasta los ojos. Se aseguró que el cuello le cubriera hasta la nariz, y pasó ante la puerta delantera y el escaparate.

Una mirada disimulada y rápida y retuvo todos los detalles.

Ella hablaba con la dependienta mientras parecía examinar una pieza de tela que estaba sobre el mostrador. Era evidente que aquel espacio lleno de tejidos, pequeños muebles y adornos era una cuidada tienda de decoración, y que ella estaba allí porque estaba haciendo cambios en su viejo piso.

Recordó el último en el que Manu y él vivieron. Fue el primero, de los hogares en los que habían pasado la vida, que ellos mismos eligieron. El que amueblaron siguiendo sus propias ideas, gastando su propio dinero. El lugar en el que pusieron sus esperanzas. Demasiadas esperanzas que no llegaron a cumplirse.

Era injusto, pensó. Que ella lo tuviera todo mientras a él no le quedaba nada, era injusto, pero no era algo nuevo. Solo tenía siete años cuando descubrió que la vida ni es justa ni es fácil.

Resopló para expulsar un poco del veneno que le estaba nublando la razón. Tenía que apartarse de ella para no hacer una tontería que lo estropeara todo. Además, ya había visto suficiente, al menos de momento.

Se preparó para pasar de nuevo ante el escaparate. Esta vez no miraría. Simplemente se alejaría de allí. Inspiró y se frotó las manos, una contra otra. No entendía por qué no dejaban de temblar. Las metió en los bolsillos de su cazadora, alzó los hombros y bajó la cabeza.

Caminó despacio, camuflado entre sus ropas, consciente de que en algún momento Anne podría poner sus ojos en él.

Un fuerte golpe en el hombro le desestabilizó.

Se detuvo y miró hacia el tipo que había pretendido atravesarle. Su rostro se quedó lívido. Sus manos se crisparon en el interior de los bolsillos y el temblor cesó. Inmóvil ante la puerta, le miró entrar mientras recordaba la primera vez que lo vio.

Fue en el piso de Anne. Una tarde. No habían quedado, pero necesitaba verla, escuchar su voz, su risa; acariciarla... Llevó un gran ramo de rosas rojas que interpuso entre su rostro y la puerta, para que fueran lo primero que ella viera. Pero ni siquiera las miró. Estaba demasiado nerviosa. En lugar de echarse a sus brazos, tartamudeó al preguntar qué hacía él allí. Y él, como un tonto, dejó caer las flores en la entrada, la besó, la cogió por la cintura y la arrastró por el pasillo mientras le decía que estaba loco por ella.

El juego cesó en cuanto alcanzaron la cocina.

El tipo estaba allí, de pie, junto a la ventana, con una copa en la mano. Su actitud era desafiante. Su mirada estaba cargada de odio. ¿Qué está pasando aquí?, se preguntó mientras soltaba a Anne y se mantenía firme, aceptando un desafío que no entendía.

Fue ella quien rompió el incómodo silencio. Lo hizo a la vez que se bajaba la camiseta que había terminado enrollada a la altura del sujetador.

—Te presento a Carlos —dijo con voz temblorosa—. Es un amigo.

Pero él no la creyó. No pudo hacerlo después de verla alarmada, confusa.

Después, la desconfianza y los celos no le dejaron vivir durante días. Pero en algún momento dejó de preocuparse. Ella era convincente cuando a él le asaltaban las dudas. A su incansable respuesta, es un amigo, le seguían caricias, besos, palabras de amor, noches apasionadas.... ¡Cómo no iba a creerla, si le juraba que le amaba con toda el alma, si se abandonaba a él con un ardor imposible de fingir, si el tipo no volvió a aparecer... hasta el final!

Alejó los recuerdos cuando vio a Carlos dentro de la tienda. Abrazaba a Anne mientras ella reía. Echaba la cabeza hacia atrás y reía como había hecho cientos de veces a su lado. Como había hecho mientras le engañaba y abría para él las puertas del infierno.

Apretó los dientes hasta que el chirrido le perforó el cerebro. Asqueado y furioso, retiró la mirada y comenzó a caminar hacia la Plaza Moyúa. No podía estar allí más tiempo sin que la cólera le devorara. No podía soportar ser testigo de que nada había cambiado para ella durante los cuatro años que él había subsistido entre tinieblas.


Ángeles Ibirika©


martes, 17 de noviembre de 2009

Una noche cualquiera en la vida de Anne Zabalegui


Escena de Antes y después de odiarte_


Era noche cerrada. En los jardines de Botica Vieja los árboles continuaban desnudando sus ramas. Anne, desde la ventana de su habitación, contemplaba el vuelo silencioso con el que a la luz de las farolas las hojas alcanzaban el suelo. Ella miraba sin disfrutar del hermoso espectáculo. Ni siquiera veía las luces que, desde el otro lado de la ría, vestían al Palacio Euskalduna y al centro comercial Zubiarte. Y es que tenía el pensamiento muy lejos de aquella hermosa postal nocturna.

Desde que había visto a Mikel, solo podía pensar en el pasado. En que lo que le condujo a sus brazos fue lo mismo que le alejó de ellos. Tenía la sensación de que en tan solo unos meses de su vida llegaron a concentrarse sus mayores dudas y sus más arriesgadas decisiones, su mayor felicidad y su más cruel amargura. Había tenido un miedo atroz a enamorase de él. Pero ni aún soportando todo el temor y las dudas del mundo había sido capaz de apartarse de su lado. Debió haber sabido que su corazón no podría resistirse a su delicadeza, a su ternura, a su felicidad, a su risa contagiosa. Desde el momento en el que lo vio, luchó contra la tentación de cruzar los límites para observarlo de cerca, para escuchar su voz y su risa, para comprobar si su piel olía como imaginaba. Después, ya no fue capaz de alejarse. Él se convirtió en la droga sin la que no podía pasar ni un solo día. La droga que siempre supo que sería su perdición.

¿Cómo podía luchar contra ti?
susurró, con el hombro y la sien apoyados en el cristal de la ventana. Si eras tan romántico, tan tierno, tan sorprendente. Las lágrimas convertían las luces en manchas borrosas y brillantes. Con la mirada perdida, se adentró en el pasado, en un turbador e inolvidable encuentro en el Iruña.

Ella había tomado su café. Mikel había cogido la taza para girarla boca abajo sobre el plato. Ya lo había hecho en otra ocasión, dejándola desconcertada. Esta vez se juró que no se quedaría con la duda.

—¿Qué es esto? ¿Brujería? —preguntó entre risas.

—Algo parecido —bromeó él—. Mi abuela me enseñó un poco de magia.

La miraba con gesto divertido y misterioso. Ella no dejaba de pensar que tanta seducción en un delincuente podía ser un problema, o al menos lo estaba siendo para ella. Se sentía atrapada en el fondo de aquellos ojos azules, pero le gustaba estarlo. Le gustaba sentir el hormigueo en su pecho cuando él le sonreía, o el temblor en su corazón cuando intentaba besarla. Solo se arrepentía de haberse dejado llevar por la inconsciencia cuando ya estaba lejos de él. Cuando redactaba sus informes y omitía que había tomado contacto con el sospechoso. Cuando estaba sola y se repetía que enamorarse sería un tremendo error.

—¿Cuánta magia te enseñó? —preguntó como si le estuviera acusando de haberla hechizado—. ¿Haces vudú, conjuros, lees las líneas de la vida…?

Algo chispeó en sus ojos azules. Tal vez sea la magia, pensó Anne.

—¿Me permites? —preguntó él mientras le señalaba la mano sin atreverse a rozarla.

Ella la extendió, con la palma abierta, y la posó sobre la izquierda de Mikel. Él tomó aire cuando sintió su roce. Deslizó la yema de los dedos por las líneas que debía leer. Lo hizo despacio, disfrutando de la finura del tacto.

—Es hermosa… Tiene unas preciosas líneas curvas. ¿Ves ese punto en el centro? —la miró un instante, y volvió a poner la atención en la delicada piel mientras él mismo se respondía—. Ese soy yo: tu eje, tu principio y tu fin, tu amor, tu vida...

Los ojos de Anne chispearon de felicidad mientras una sonrisa cándida se le instalaba en los labios.

—Deja de hacer el tonto y léeme el futuro —dijo entre risas.

—No puedo —confesó sin dejar de acariciarla—. No sé hacerlo. Mi abuela no leía las líneas de la mano, ni echaba el Tarot, ni consultaba una bola de cristal. Tan solo tenía una pequeña herboristería en la que, además de vender remedios para casi todos los males existentes, interpretaba los posos de café. —con una mirada tierna rogó que le perdonara el atrevimiento, pero no la soltó.

Anne emitió una risa temblorosa. En realidad toda ella tembló. También la mano de la que Mikel se había apoderado con la inesperada artimaña. No intentó recuperarla. El roce de sus dedos le provocaba un grato estado de embriaguez, una plácida felicidad que se resistía a perder.

—¿Cómo se hace? —preguntó ella—. ¿Qué ves en la taza?

—Dibujos —explicó él—. Están en el fondo, pero también en las paredes, y dependiendo de la distancia que tengan con el borde, el significado cambia. Es como mirar las nubes y descubrir formas, pero sabiendo qué quiere decir cada cosa.

—¿Crees que todo está escrito en nuestros posos de café?

—¡Ojala lo estuviera...! —susurró—. Ojala pudiera ver mi destino unido al tuyo en los dibujos de una taza, o en las líneas de tu mano, o en el fondo de tus ojos de titanio...

—¿Titanio? —preguntó sorprendida. Los dedos de Mikel seguían rozando la sensible piel de su mano y a ella le costaba respirar.

—Sí, titanio. ¿Te has fijado en ese tono cambiante del Gugem cuando le da la luz del sol o el reflejo de la luna, o cuando lo humedece la lluvia...? —sonrió al verlos brillar—. Así son tus ojos. Así de hermosos, así de inalcanzables.

El rostro de Anne enrojeció. Mikel bajó la mirada hacia sus labios, que temblaban al tiempo que tiritaba su risa. Reconocía los síntomas. Cuando las mejillas de una mujer se tornaban rosadas, cuando le vibraba la risa y se le entrecortaba la voz, significaba que ya podía besarla, que ya era suya. Pero Anne le desconcertaba, le desarmaba, le hacía sentir torpe e inseguro.

—¿A cuantas chicas has dejado asombradas con esa magia que te enseñó tu abuela? —preguntó con más curiosidad de la que quería aparentar.

—Tan solo a ti —esta vez fue a él a quien le flaqueó la risa—. Quiero decir que eres tú la única mujer a la que he intentado asombrar con esto. No sé si lo he conseguido.

Anne asintió con un movimiento de cabeza. Después volvió los ojos hacia sus manos.

—¿Me la devuelves, por favor? —musitó, enrojeciendo de nuevo.

—Cualquier deseo tuyo, hasta el que consideres más insignificante, es un mandato para mí —pero no la soltó inmediatamente. Le fue acariciando los dedos, con suavidad, deslizándolos entre los suyos como si le costara perderlos.

—No sé si debo creerte —dijo ella, posando en él sus ojos, claros y brillantes.

Su duda no era tan simple como parecía. Él era un delincuente y, ella, a pesar de toda su experiencia con personajes de todas las calañas, solo era capaz de ver su lado amable y tierno. Eso le hacía dudar de su capacidad para la misión que le habían encargado.

—¿De verdad no lo sabes? —susurró al tiempo que acercaba el rostro—. ¿No es evidente que solo vivo para verte, que me tienes en tus manos desde que entraste en mi corazón?

Él continuó acortando el espacio que quedaba entre sus labios. Iba a besarla. Anne interpuso sus dedos y él los rozó con suavidad. Una risa clara surgió de su boca. Era el modo en el que le pedía disculpas por haberlo intentado de nuevo, y la prevenía de que volvería a hacerlo en cuanto tuviera ocasión.

¿Cómo podía luchar contra ti?
volvió a preguntarse Anne, con la frente apoyada en el cristal frío de la ventana. ¿Cómo podía no enamorarme de ti? repitió, controlando un estremecimiento, con la mirada perdida en las manchas brillantes que se reflejaban en las frías aguas de la ría.

Ángeles Ibirika©


sábado, 26 de septiembre de 2009

Castigador



Le ajustó la máscara de cuero que cubría por completo su cabeza. Con pulso poco firme, deslizó la cremallera que la cerraba por su parte trasera. Le acarició con la yema de los dedos la nunca desnuda.

—¿Te aprieta? —preguntó, temerosa.

—No —respondió él con voz enronquecida—. Está bien, como siempre.

Carla respiró con fuerza. No se acostumbraba al ritual. Era Pablo quien aprisionaba su rostro con ese suave y duro cuero negro, y era ella quien sentía claustrofobia y asfixia.

Él se giró. Cuatro aberturas dejaban al descubierto sus misteriosos ojos verdes, su boca y los orificios de su nariz. Ella sonrió, nerviosa. Al enamorarse de él aceptó que su vida no volvería a ser la tranquila y sosegada que había sido hasta entonces. Pero, aún después de los meses, seguía dominándole el miedo cada vez que comenzaban con los preparativos. A Pablo le gustaba que ella participara desde el comienzo. Quería que le ayudara a encerrarse en la máscara, que tirara de los ajustados pantalones de cuero para deslizarlos por sus musculosas piernas hasta encajarlos en sus caderas como si fueran una segunda piel. En sus burdas expresiones de hombre curtido en antros y tabernas, decía que le ponía cachondo verla con sus elegantes vestidos de marcas caras y su aire de niña rica, educada en los mejores colegios, ajustarle con dedos indecisos su ropa de castigador.

La sintió temblar. La tomó por la cintura y la estrechó contra su torso desnudo.

—Respira —susurró con dulzura. Su boca sonrió en el interior de la máscara—. Respira o te ahogarás antes de tiempo.

—Lo lamento —sacudió la cabeza. Dos diamantes brillaron sobre los lóbulos de sus orejas—. Creo que nunca me acostumbraré a esto.

—Pero sigues haciéndolo una noche tras otra —susurró satisfecho, deslizando las manos por su espalda hasta posarlas en su firme trasero.

—Y lo haré mientras tú quieras —prometió al tiempo que se ponía de puntillas para alcanzar el rostro enmascarado. Pasó los brazos por su cuello y le cubrió la boca con la suya. Besó cuero y labios, saboreó miedo y pasión, y lo hizo con tanta entrega que no reparó que su mejilla cubría los orificios por los que Pablo debía respirar.

Tras unos minutos él se apartó, asfixiado.

—¿Quieres acabar conmigo, aquí, antes de comenzar? —preguntó riendo.

Carla le golpeó el pecho con el puño cerrado.

—¡No digas eso! —protestó angustiada—. Me asustas.

—De acuerdo —la complació él, y la abrazó de nuevo para tranquilizarla—. No lo diré nunca más. Sé lo que te cuesta hacer esto. No creas que no valoro tu devoción.

—Dime que no ocurrirá nada malo y te creeré —pidió, acurrucada contra su pecho.

—Nunca ocurre nada grave —susurró junto a su cuello—. Ya lo sabes —Carla asintió con la cabeza y él sonrió complacido—. Anda, vamos —le pidió, tomándola de nuevo por la cintura.

Ella aspiró una gran bocanada de aire que casi la ahogó. Salieron abrazados, caminaron por el largo pasillo y juntos se detuvieron ante dos grandes puertas metálicas.

—Te quiero —declaró él, mirándola a los ojos—. No lo olvides nunca.

—Y tú no olvides lo que me has prometido —musitó ella con voz temblorosa—: Hoy tampoco ocurrirá nada grave.

Las puertas se abrieron. Los gritos de una multitud enfebrecida llegaron hasta los oídos de Carla, que retrocedió unos pasos; los justos para que la luz de los focos no la alcanzara.

Pablo sacó pecho y levantó los brazos, victorioso, mientras avanzaba por la rampa que conducía al cuadrilátero. Giró sobre sí mismo para saludar a los espectadores que coreaban su nombre de luchador: ¡Castigador, castigador, castigador! En uno de sus giros se detuvo para mirar hacia la oscuridad del pasillo, lanzó un beso con los labios y se llevó la mano a su pecho desnudo, justo sobre su corazón.

Carla esperaría una noche más en los vestuarios, incapaz de contemplar la pelea. Él dejaría que le marcaran el cuerpo con algún golpe sin importancia, para que después ella le abrazara y le llenara de besos.


Ángeles Ibirika©


domingo, 26 de julio de 2009

RománTica´s



Para las que somos románticas de pies a cabeza, acaba de nacer la primera revista dedicada al género de la literatura romántica.

Se trata de una revista que te va a enamorar desde la portada, y que podrás leer online o descargar a tu ordenador. Es totalmente gratuita, pues sus creadoras trabajan sin ánimo de lucro con la sola intención de compartir su afición, que es la nuestra.

El primer número ha visto la luz hace dos semanas, y es fantástico. Contiene entrevistas, relatos, críticas, curiosidades, veladas de ensueño, humor...
Descárgatela o léela online. Te va a encantar.


Web de la revista: Web RománTica’S

Revista nº 1 : RománTica´S

Revista nº 2 : RománTica´S

Revista nº 3 : RománTica´S

Revista nº 4 : RománTica´S

Revista nº 5 : RománTica´S

Especial San Valentín nº 1 : Relatos de amor

Especial San Valentín nº 2 : Relatos de amor

Revista nº 6 : RománTica´S

Revista nº 7 : RománTica´S

Revista nº 8 : RománTica´S

Revista nº 9 : RománTica´S

Revista nº 10 : RománTica´S

Revista nº 11 : RománTica´S

Revista nº 12 : RománTica´S

Revista segundo aniversario : RománTica´S

Revista nº 14 : RománTica´S


viernes, 3 de julio de 2009

Antes y después de odiarte





Prólogo

Aún ardían las sábanas de su cama cuando nos despedimos, y no me había parecido suficiente. Nada bastaba cuando se trataba de ella. La amaba tanto, que hasta la vida le habría entregado tan solo con que me lo hubiera pedido.

Pero no lo hizo.

Prefirió jugar a amarme cuando en realidad me preparaba para el sacrificio.

Jugó a ser la mantis religiosa que seduce al macho. La que lo enamora, la que lo enloquece hasta hacerse dueña de su voluntad, la que consigue que se deje devorar mientras se aparean...

Solo que yo nunca lo supe.

No pude elegir. Aunque, la amaba y la necesitaba a tal punto, que de haberlo sabido tampoco habría podido hacer nada para evitarlo. Una noche a su lado me aportaba más placer y más vida de toda cuanta había tenido antes de que ella apareciera.

Hasta esa tarde.

Esa tarde la besé en la boca y deseé tenderla de nuevo sobre las sábanas revueltas. La abracé acomodándola en mi pecho y hundí el rostro en su sedoso cabello castaño. Le dije que la amaba más que a nadie en el mundo. Le confesé que si algún día llegaba a perderla, tan solo querría morir.

Nada en sus gestos, nada en su voz, nada en sus besos me hizo sospechar que me había traicionado. Nada podía hacerme imaginar que ya me había vendido. Iba hacia el final que ella me había preparado y no vi nada, no sospeché nada...

Ahora vivo en un cuerpo sin alma.

Ahora vivo tan sólo porque respirar no requiere de mi esfuerzo.

Ahora vivo porque el dolor me destroza cada día pero nunca termina de matarme.

Ahora vivo únicamente para volver a verla. Para arrancarle del pecho su corazón despiadado y negro. Para precipitarla a la misma agonía que ella fraguó para mí.

Y es que, aún a mi pesar, ella continúa siendo la única razón de mi existencia.

Ángeles Ibirika©

viernes, 19 de junio de 2009

Dibujos en el cielo


Recordaba las horas que había pasado con Ana, contemplando las nubes. Las espaldas sobre la hierba fresca, las cabezas una junto a la otra, las manos enlazadas, descubriendo dibujos y mensajes en la esponjosidad cambiante que se deslizaba sobre el cielo.

Recordaba las risas cuando distinguían un elefante o un pingüino, la emoción cuando lo que se dibujaba era una flor o un corazón. Una vez llegó a encontrar las letras que formaban el dulce nombre de Ana. Cuando lo vio, le apretó la mano con más fuerza y le susurró que era un mensaje del destino: a ella la habían hecho en el cielo, para él, y nadie los separaría nunca.

Ahora, tumbado sobre esta tierra caliente, seca y ajada, no puede ver dibujos en el cielo. La mayor parte del tiempo no hay nubes y el sol achicharra hasta resecar la sangre en el interior de las venas.

Hoy sí hay nubes, pero sus formas no le dicen nada, no le recuerdan a nada. Desde hace meses, no consigue leer en las nubes. Y cuando cierra los ojos tampoco es capaz de ver el rostro de Ana.

Hace tiempo escuchó decir que cuando quieres mucho a alguien no puedes visionar su imagen. Tal vez sea cierto, piensa mientras percibe el calor de la tierra bajo su espalda. Porque desde que está lejos de Ana, siente que la ama más que nunca. Puede que a medida que su amor y su necesidad de ella aumentan, se le esté desdibujando su imagen. Eso le asusta, porque, si es así, sabe que no tardará en borrársele del todo.

Sin embargo, si puede detallarla, y lo hace a menudo, porque es una de las pocas cosas que le tranquilizan. Se repite que tiene el cabello dorado y sedoso y que le descansa en los hombros; los ojos verdes, como las esmeraldas; la nariz pequeña, los labios carnosos, el cuello largo. Y aún recordando todo eso, no puede verla. Ni siquiera consigue soñar con ella, porque, desde hace meses, también sus sueños se han vuelto pesadillas.

Cada vez que despierta en medio de la noche, empapado en sudor, vuelve a definirla: cabello dorado, ojos verdes, como las esmeraldas... Y lo hace con los suyos bien abiertos, para que desaparezcan las imágenes de sus horrores.

Ahora, cansado de buscar entre las nubes una forma conocida, los cierra para intentar recordarla... una vez más.

Un rostro femenino comienza a tomar forma. Un cabello de oro, una mirada verde... Pero según la imagen cobra nitidez, el pelo se ensortija y se vuelve oscuro como la noche, los ojos negros y rasgados...

Es una muchacha árabe. La que él rescató, dos días atrás, de entre los escombros de su casa que una bomba acababa de destruir.

Dentro quedaron sus padres, abuelos y hermanos. Dentro quedaron, también, sus dos piernas.

Recuerda el olor a polvo, a quemado, a sangre, a destrucción. Vuelve a sentir el dolor que provoca el sufrimiento ajeno, hasta el punto en el que apenas si puede diferenciarlo del suyo propio.

Por eso está allí, separado por más de cuatro mil kilómetros del amor de su vida: para ayudar. Para poner un minúsculo granito de arena en aliviar el padecimiento que causa una guerra tan incomprensible e injusta como cualquier otra guerra. Para atenuar el sufrimiento, para repartir comida y medicamentos, para dar una manta a un niño mientras oculta su fusil tras la espalda para no asustarlo.

Pero tiene miedo.

Tiene miedo de morir en una explosión, de caer en una emboscada, de acabar prisionero, de ser torturado. Pero sobre todo le aterroriza no poder regresar, no volver a ver los ojos verdes de Ana, de abrazarla y dejar que ella le cure esas heridas que no se ven, porque no sangran, pero que dejan el alma fría y vacía, tal vez para siempre.

Necesita regresar a casa, a los brazos de Ana.

Desde que ha sido testigo de lo que los hombres se hacen unos a otros, le avergüenza sentirse uno de ellos. Le gustaba el hombre que era cuanto estaba junto a ella, cuando aún no conocía los horrores de la guerra, cuando creía que el amor estaba en cada rincón, en cada cosa que veía; también en las formas caprichosas de las nubes. Ahora ya no está seguro de que quede amor en algún lugar del mundo.

Por eso necesita regresar.

Para mirarse en los amados ojos verdes, para escuchar su voz, para embriagarse con su risa, para sentir sus delicados dedos acariciándole el torso desnudo, para volver a sentir amor, y deseo, y ganas de vivir.

Porque no termina de entender, cómo, a pesar de que le separan más de cuatro mil kilómetros de su vida, su corazón puede seguir latiendo con tanta fuerza.

Ángeles Ibirika©

viernes, 22 de mayo de 2009

Entre Sueños. Lee aquí los dos primeros capítulos.


En la columna izquierda de este blog he colocado un enlace. Es el acceso al PDF de los primeros capítulos de Entre Sueños.

Espero que te guste.

Sinopsis:
Beatriz nunca quiso conocer a su abuelo. Pero cuando se entera de que a su muerte todas las propiedades del viejo le pertenecen, las acepta para venderlas al mejor postor.

Antes de que las tierras sean adquiridas por un comprador, una situación inesperada y humillante, provoca que Beatriz, la sofisticada mujer de ciudad, corra a refugiarse en aquel lugar que considera inhóspito.

Allí, en el apacible pueblo de montaña de Roncal, se encuentra con Jon, el atractivo veterinario que gobierna las tierras, el ganado y los negocios de su abuelo, y que siempre pensó que las posesiones pasarían a sus manos para continuar con la labor del anciano, al que quiso como a un padre.

La llegada de Beatriz, a la que él considera una mujer sin alma que permitió que el abuelo viviera y muriera solo, será el inicio del enfrentamiento entre dos corazones orgullosos que están seguros de tener poderosas razones para odiarse.

Pero el Valle de Roncal es una tierra hermosa. Un paraje de frescos pastizales, bellísimos bosques de hayas e impresionantes gargantas excavadas en la roca por efecto del agua durante miles de años. Un lugar donde el silencio del entorno y el silbido del viento cuentan entre susurros leyendas que siempre permanecerán vivas.

Y, un lugar así, lleno de magia, es capaz de alterar las ambiciones, de transformar los sueños, de convertir el odio en deseo y el deseo en amor.



Ángeles Ibirika©


Vídeo de Entre Sueños:

miércoles, 20 de mayo de 2009

Entre Sueños


El inicio de este blog coincide con otro comienzo al que me he resistido un poco. Y aún no sé por qué.

Estos días estoy enviando a editoriales el manuscrito de mi novela "Entre Sueños".

La he escrito con el corazón, la he corregido con mucho esfuerzo, la he pulido con cariño... y me ha costado decidirme a enviarla.

Ponerse en contacto con editoriales es un trabajo arduo para el que no sirvo. Cuando termino mis numerosas labores y me siento, lo hago ante uno de mis cuadernos para llenar sus páginas de historias, sentimientos y pasiones, o ante el ordenador para pasar a Word lo que he conseguido.

Pero por fin me he decidido. Me he decidido a crear un blog, y me he decido a enviar propuestas de edición a unas cuantas editoriales.
Ahora toca esperar que alguna de ellas llegue al lugar adecuado.

Mientras tanto, acompaño a Mikel a recorrer la ribera de Botica Vieja. Él acecha, desde sus torturados ojos azules, a Anne, la mujer que hace cinco años le enamoró para arrojarle después a los infiernos.

Pero esto es otra historia que os contaré más adelante, si me dejáis hacerlo. Ahora es el turno de “Entre Sueños”.

Espero que el título sea premonitorio y mi sueño de ver alguna de mis historias publicadas se cumpla. Esta vez he echado el boleto... En realidad han sido varios boletos. No quiero que me ocurra como cuando llega el sorteo de la Lotería de Navidad y digo: otro año que no me ha tocado.

Y siempre olvido añadir que yo no juego a la lotería.